Ojos claros, serenos
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
Este madrigal es el poema más conocido de su autor, Gutierre de Cetina (1520-1554), y uno de los más apreciados de nuestra poesía. No es para menos. ¿Qué tiene de bueno?
En el poema en sí no se presenta más que el lamento del amante no correspondido que empieza reclamando a los ojos de la amada que no le miren con enfado (aunque solo sea por no verse menos hermosos), pero luego se retracta y se conforma con que le mire como sea.
Esto ya es algo bastante poético, el llegar a contentarse solo con ser mirado. Pero lo que hace al poema memorable es que a esta amarga situación se suma una maravillosa distribución de sílabas y sonidos.
Ya se ve en el magistral primer (y penúltimo) verso, que empieza aportando la luminosidad y serenidad que tiene todo el poema a través de unos ojos claros. Sus perfectamente combinados heptasílabos y endecasílabos, casi como si fueran una respiración tranquila, reflejan una amarga, por no justificada, serenidad a través de consonantes suaves, eses y emes (especialmente en el último verso) con una asombrosa armonía vocálica, todo lo cual solo se rompe en el antepenúltimo verso con el ay, las tes de tormentos (solo había habido una t hasta ahí) y sobre todo por la r de rabiosos.
Este verso y el siguiente —los únicos dos heptasílabos seguidos— aceleran el ritmo, para pausarlo de golpe tras ese repentino brote de rabia con el último verso y sus emes, lo que lleva a una interminable calma (totalmente forzada para el amante) en un endecasílabo que parece tener bastantes más sílabas de las debidas, reflejo de lo larga que es la espera.
La continua y obsesiva repetición del verbo mirar (hay hasta un «miráis, miráis») casi parece el «¡Mírame, mírame!» de un hipnotizador. Y representa muy bien la dolorosa insistencia del amante que ya sabe que solo debería conformarse con una mirada, pero sigue amando.
Entre los muchos poemas que hacen referencia a este, está, por ejemplo, el que empieza «Si yo fuera un poeta / galante» de las Galerías de Antonio Machado.