Elizabeth Bishop: radiografía de la pérdida

Un día me sentía un perdedor. Caminaba asado de calor bajo el sol de julio en Madrid y decidí refugiarme en una librería bien aclimatada con el aire acondicionado a 18 grados. Mientras evitaba comprar otro libro más que añadir a la larga montaña de pendientes que hay en la mesa del comedor de mi casa, me topé con estos versos:

«El arte de perder se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente».

Son pocos los amantes de la poesía que no conocen a Elizabeth Bishop. Y desgraciadamente yo me encontraba entre ellos. Esos seis versos me conquistaron, porque, como siempre pasa con la poesía, te dan claves para vivir, sentir y entender. Si te sientes un perdedor, atrévete a serlo, que, además de sencillo, en realidad no pasa nada, parece decir Bishop, si queremos simplificar al máximo la complejidad de uno de los poemas más famosos de la literatura estadounidense del siglo XX.

Y ese poema me llevó a otro, y ese otro a otro. Y ese otro a leer sobre la vida de esta mujer indómita y neurótica que encontró el amor en Brasil en brazos de otra mujer indómita y neurótica. Y en los brazos de otras mujeres. Poco prolífica y muy premiada, Bishop es una de las poetas más reconocidas, y El arte de perder, uno de sus trabajos más populares.

La pérdida es clave. Y nadie como Bishop ha conseguido componer una radiografía más lúcida. La pérdida es algo tan humano que cuesta no conectar con su trabajo, los versos de una mujer que decía sentirse una «invitada» cuando era una niña. Ser una perdedora y sentirse perdida como dos caras de una misma moneda. Nos atrae de ella su convicción y su apego a la vida a pesar de los pesares. Perder no significa cansarse de apostar. Y ella apostó: en su intento por escapar de la escena literaria americana (tímida hasta la médula), de alejarse de la depresión y la enfermedad, se embarcó con destino al Cono Sur y acabó atracando en los brazos de la que sería su pareja durante 15 años, la brasileña Lota Costallat. No fue su única ni su última mujer.

 «A veces parece que solo las personas inteligentes son lo suficientemente estúpidas para enamorarse y que solo las estúpidas son lo suficientemente inteligentes para dejarse amar», dijo Bishop.

Esos 15 años no estuvieron exentos de altibajos. En la maleta que hizo en Nueva York no se olvidó de doblar sus fantasmas, que también la acompañarían en su viaje de vuelta a Estados Unidos, una vez que hubo roto su relación con la arquitecta brasileña. Aunque no sé si escribió estos versos a propósito de Costallat, quiero destacarlos porque se vislumbra esa mezcla entre la pasión y lo contenido de la que hace gala Bishop:

«Mejor el iceberg que la barca,
aunque significara el final de nuestro viaje,
aunque permaneciera inmóvil como una roca de nube
y todo el mar fuera mármol en movimiento».

 Siempre en ese filo de la navaja de la cordura, Bishop hacía malabarismos:

«Pero duerme en la punta de su mástil
con los ojos muy bien cerrados.
Indagó su sueño la gaviota,
y el sueño era: “No debo caer.
Resplandeciente a mis pies, el mar quiere que caiga.
Es duro como los diamantes: quiere destruirnos a todos”».

Por lo visto era una perfeccionista incorregible. Revisaba sus poemas una y otra vez hasta que quedaran tal y como ella quería. Una incansable orfebre del verso. Quería huir de la poesía ñoña y sentimentaloide. Sin embargo, se veían los mimbres de sus pulsiones:

«El tumulto del corazón
sigue haciendo preguntas.
Y luego se detiene y empieza a responder
en el mismo tono de voz.
Nadie notaría la diferencia.

Nada inocentes, estas conversaciones empiezan,
convocan después a los sentidos
hacia solo la mitad de un sentido.
Y después, no hay alternativa;
y después, no hay sentido;

hasta que un nombre
y todas sus connotaciones
son lo mismo».

De ahí que una vez dijera que «escribir poesía es algo antinatural». Porque para ella no había nada más complejo que contener la emoción contenida en sus palabras. Y que lo complejo y sentimental pareciera sencillo y natural era una tarea ardua.

Veo a Bishop como un roble enorme, con una copa grande y llena de ramas, pero con agujeros en su tronco inabarcable. Su trabajo es real y potente, a pesar de su incesante búsqueda de la mesura. Sus poemas son a veces la topografía de lugares, momentos y personas. Otras la naturaleza, los paisajes, los animales, diseccionados con tal minuciosidad que consiguen descifrar también lo profundo y lo bello que hay dentro de ella y de cada uno de nosotros.

Mario Díaz

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